Opinión

El amigo imaginario

5 abril 2024
Sergio Garfia Codón
por Sergio Garfia Codón

En el facebook de una amiga de Castalla encontré el otro día una viñeta que, por mi condición de creyente, me causó cierta desazón. En una primera imagen se observa a una madre reprendiendo a su hija pequeña -en edad de fabular-, aclarándole de forma cruel que el amigo imaginario con el que habla, en realidad, no existe. Y en un segundo recuadro aparecen ambas en una iglesia, sentadas con evidente apatía. Por sus caras de circunstancias, el humorista quiere hacernos entender que el amigo de la madre, en sutil referencia a Jesucristo, tampoco está ni se le espera. Y de eso quisiera hablarles hoy: del Jesús histórico y del misterio de su divinidad. “Porque si esto no es un misterio –dirá Kierkegaard–, si es algo que todo el mundo puede entender sin más (…) entonces el cristianismo no sería otra cosa que una invención”. Y ahí está la clave: en que aquí no cabe la ficción y que se puede defender la historicidad de Cristo con la misma certidumbre con la que se afirma la de Aristóteles o Napoleón. Los acontecimientos fundacionales de la fe cristiana, guste o no, son rigurosamente históricos y no tienen paragón, por ejemplo, con los mitos de las religiones antiguas, más próximos a lo literario. Otra cosa, como veremos, es si aceptamos que ese Jesús que ratifica la Historia es también Dios.

Por lo pronto podemos afirmar que Jesús nació en Palestina 748 años después de la fundación de Roma, que fue coetáneo de Augusto, Tiberio y Herodes, y que falleció bajo el poder de Poncio Pilato. Y ningún historiador serio puede atreverse hoy en día a poner tal afirmación en tela de juicio. “Todo esto viene confirmado –explica el teólogo Martín Gelabert– no sólo por testimonios neotestamentarios, sino también por testimonios extrabíblicos”. Es decir, que de Jesús no sólo hablaron propios sino extraños, y aunque las referencias no cristianas son escasas, no por ello carecen de valor científico. Estas pruebas que no proceden de fuentes bíblicas emanan de tres culturas diferentes, a saber: los evangelios apócrifos –de escaso rigor histórico, según Gelabert–, los testimonios judíos y los testimonios paganos. Entre las pruebas judías, por un lado, se hallan las aparecidas en el Talmud (siglo V), una serie de escritos sobre los rabinos del siglo II en los que se habla poco y mal de Jesús, presentándolo como alguien despreciable. Y por otro lado, las aportadas por otro hebreo, el historiador Flavio Josefo, quien definió a Jesús en su obra Antigüedades Judías (93-94 d.C.) como un “hombre sabio (…) que realizaba obras portentosas”. Con respecto a los testimonios paganos, hallamos referencias más que interesantes, por ejemplo, en los Annales de Tácito, del 115-117 d.D, donde se califica de “secuaces” a los seguidores de Jesús; también en Suetonio, quien habla de la religión cristiana como la “nueva e impía superstición”; y finalmente en Plinio el Joven, en cuyo informe oficial enviado a Trajano en el año 112-113 d.C. ofrece cuantiosos datos sobre las incipientes comunidades cristianas. Toda esta información, es verdad, no difiere mucho de la que encontramos en los evangelios “pero confirman –señala Gelabert– la veracidad histórica de las narraciones cristianas”. Además, nadie se atrevería a tildar muchas de estas referencias como benévolas para la fe católica. Al contrario. Y “sin saberlo –dice el escritor Alfonso Aguiló– han contribuido a probar inequívocamente la existencia histórica de Jesús de Nazaret”.

Dicho esto, corresponde a la libertad de cada uno creer que un carpintero de pueblo pueda ser también Dios. Es elección de cada uno creer esta paradoja que une la infinitud de Dios con la finitud del hombre; un escándalo, como lo llama Kierkegaard, que nos interpela constantemente porque también hay algo eterno –divino– que mora en nosotros. “Y dichoso aquél que no se escandalice de Mí” (Lc VII, 23). Humildemente creo, como el pensador danés, que la existencia humana se juega todo su destino en esta disyuntiva. Un dilema que resolveremos, eso sí, con total libertad, como lo ha querido Dios mismo, pues su figura siempre se nos presentará convincente pero no forzosa. La fe es un don, es verdad. En muy pocas ocasiones uno puede encontrarse creyendo de forma súbita, como le ocurrió al filósofo García Morente –lean El hecho extraordinario–. Pero también a Dios podemos llegar con la razón natural, pues somos cuanto menos torpes si, viendo la naturaleza, ignoramos a Dios. Pero la fe, sobre todo, hay que pedirla. Hay que quererla. Como la rogó santo Tomás en su famosísimo Adóro te Devóte: “… haz que yo crea más y más en Ti…”. O como la anheló el poeta Gerardo Diego: “… Quiero creer. / Tú que pusiste en las flores / rocío y debajo miel, / filtra en mis secas pupilas / dos gotas frescas de fe”.

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