Esta guerra no es diferente a cualquier otra. Sigue las mismas pautas, como casi todas. Enfrentamientos territoriales que hacen chocar dos estados, o dos pensamientos en mismo estado, para colonizar un lugar concreto, para someterlo a los criterios de cada cual, ya sean ideológicos, religiosos o económicos. Este que nos ocupa es similar a otros, pero tenerlo aquí, en la vieja Europa, en un lugar muy cercano, nos sensibiliza de una forma muy especial, considerando además los innumerables lazos sociales que han germinado entre españoles y ucranianos.
Este conflicto no es más que la crónica de una guerra anunciada, que casi nadie quiso ver pero que nació hace ahora ochos años en una de las regiones del este de Ucrania, ahora invadida por los rusos.
Pero la locura de Putin no tiene justificación. No la tiene desde el punto de vista humano, ni estratégico, ni defensivo, ni de otra índole. Es la bravuconería de un dictador que ha pensado que podía pisotear a otro país al creerse más poderoso. Un sentimiento de nostalgia transnochada de un sociópata que ha desenterrado el hacha de guerra de su viejo imperio aupado y mantenido por una caterva de oligarcas millonarios y militares obedientes, con una población dividida entre la manipulación informativa y el temor a ser detenidos y encarcelados por el simple hecho de discrepar con su régimen. Con este escenario se ha fraguado las ensoñaciones de un líder que pretende cambiar la historia y encumbrarse al lado de los más grandes asesinos de nuestra especie humana como lo fueron Hitler, Mussolini o Stalin.
En este arrebato de ego, Putin no ha calculado bien las consecuencias, al menos las que le atañen a él y a sus pobres compatriotas. Europa ha revirado sobre sí misma y unificado criterios en contra de esta invasión poniendo en marcha un mecanismo de unanimidad como no se conocía desde el nacimiento de la Unión Europea, ponderando la respuesta, pero siendo firmes en las medidas económicas impuestas a Rusia y enormemente solidarias en las humanitarias.
Con este escenario inédito desde hace décadas en el viejo continente, de consecuencias imprevisibles, debemos de orientar todos los esfuerzos en parar esta locura cuanto antes. Cediendo las partes implicadas, buscando alianzas con terceros países que puedan ayudar a encontrar un punto en común más allá de los intereses particulares de cada uno. No queda otra alternativa si queremos dejar un legado lo más cercano a la paz y la convivencia que ayude a mantener cierta esperanza a los que nos precedan. No hemos recorrido tan largo viaje para acabar en esta tragedia que ya se ha llevado por delante a muchos inocentes.