Por J. J. Fernández Cano, escritor
Alegra ver nuestros caminos rurales transitados por gentes de casi todas las edades; algunas personas de avanzada edad, ayudadas por otras más jóvenes, niños cuidados por adultos, unas lo hacen en solitario, aunque son las menos, la mayor parte forman grupos que en los más de los casos, no pasan de los dos o tres individuos, lo que les permite descansar de la engorrosa mascarilla, llevándola colgada de un botón de la camisa, a mano para si se encuentran con otros viandantes y se tercia echar una parrafada. Fuera de eso, los pulmones se permiten gozar sin trabas de unos aires oxigenados por el arbolado que circunda los caminos, y aromatizado por las esencias que la primavera arranca a los matorrales.
Las tierras de cultivo de nuestra comarca están repartidas en pequeñas, o todo lo más, medianas parcelas, lo que da como resultado que quienes las cultivamos, en gran mayoría, somos jubilados o trabajadores que desempeñan su labor cotidiana en empleos en los que la flexibilidad horaria les permite dedicar unas horas al cuidado de su tierra, para unos y otros el producto de esas labores no supone el sustento de su economía, pero sí un complemento, una pequeña ayuda que nunca viene mal en la casa y, quizás lo más importante: la satisfacción de llevar a la mesa algo que uno ha sembrado y criado con su esfuerzo, con sus manos.
Para mí, y estoy seguro que para muchos abuelos que piensan y sienten como yo, la agricultura, aunque sea en la pequeña proporción que la practicamos, supone, sin lugar a dudas, una labor pedagógica, puesto que primero a los hijos y ahora a los nietos, les mostramos y demostramos que las cosas de comer no se crían en los supermercados. Es un hecho comprobado que si uno no puede -o no quiere- cultivar su tierra y tiene que mandar que se la arreglen, las cosechas no van a dar suficiente ni para cubrir gastos, lo que nos lleva a la vieja aspiración de que la tierra debe ser para quien la trabaja, por lo que muchos propietarios de terrenos optan porque se las cultiven sin que ello les origine ni gastos ni beneficios, al menos no sufren el amargor de ver sus pequeñas finquitas condenadas al abandono.
A pesar de las dificultades ya mentadas y añadiendo la principal, que es la avanzada edad en que vamos entrando la mayor parte de los agricultores que cultivamos estas tierras, nos reconforta ver que son cada vez más los jóvenes que vemos en las campañas de entrega de oliva en la Cooperativa de Castalla. En esta última se ha pesado una buena cosecha y de calidad suficiente para elevar el aceite a virgen extra.