Por J. J. Fernández Cano, escritor
Los daños causados en este fatídico año pandémico que llevamos padecido son incalculables desde el ángulo que se miren, hasta el extremo de que esta continuada situación de dolor y angustia ya comienza a mostrar síntomas de estar minando seriamente nuestro estado psicológico, nuestro equilibrio mental.
Prueba clara de ello es el cambio de comportamiento operado en quienes tenemos en nuestro entorno y en nosotros mismos, lo que, inevitablemente, nos lleva a la conclusión de que no somos los mismos.
Vemos diariamente cómo las autoridades se ven apuradas para frenar la obstinada tendencia de cientos, tal vez miles de automovilistas, se saltan las restricciones perimetrales impuestas en comunidades autónomas, a pesar de las altas sanciones aplicadas, en tanto que las macro-fiestas clandestinas, lejos de menguar, aumentan de forma más que preocupante, sin al parecer tener demasiado en cuenta lo que tal temeridad acarrea en el aumento de contagios y la pérdida de vidas humanas.
Estos graves atentados contra las restricciones establecidas, denotan en gran parte de la ciudadanía un estado de cansancio, una especie de rebeldía, un intento de huida hacia delante, que no es la clásica huida de los cobardes, sino de los desesperados, y se manifiesta más en los jóvenes. Y por más perniciosa y dañina que esta actitud sea, no deja de tener cierta lógica a poco que se analice la calamitosa situación laboral que sufre la juventud en general y en nuestro país en particular, en el que los índices de paro juvenil, que ya eran altos desde años atrás, han subido a causa de la caótica situación por la que atravesamos hasta alcanzar índices verdaderamente insostenibles.
Toda nueva generación eclosiona con un vigor arrollador, con el firme propósito de reinventar el mundo, rompiendo con lo que consideran unos convencionalismos arcaicos y caducos. Tengo nietos y nietas que están entre los 16 y los 20 años y me causa una inmensa tristeza ver el sombrío panorama en el que están viviendo ellos y sus amigos y amigas esta situación de obligado aislamiento, esta especie de libertad restringida y vigilada.
Todos sabemos que antes de caer en este estado de calamidad social en el que estamos inmersos, la juventud abusaba de su libertad con fines de semana interminables, en los que el alcohol consumido sin tasa ni medida daba como consecuencia demasiados casos atendidos en Urgencias por coma etílico, muchos de ellos, padecidos por menores de edad. Queda parte de esa juventud que no se resigna a renunciar a ese estado de euforia delirante aún a sabiendas del daño que causan a los demás y a ellos mismos pero también los hay y muchos que, aún a regañadientes, respetan las restricciones como mejor saben o pueden. Conscientes, eso sí, de que alguien o algo, les ha robado las flores de su primera juventud. Flores que ya no volverán.