Uno de cada cinco jóvenes españoles cree que con Franco se vivía mejor. El dato, extraído de una reciente encuesta del CIS, ha encendido una alarma que no es solo política, sino también moral y cultural. Muchos de esos jóvenes no vivieron la dictadura ni escucharon los silencios forzados de quienes la padecieron, pero sí crecen en un tiempo de ruido constante, de mensajes cortos, de imágenes que convierten cualquier idea, incluso la más oscura, en un producto de consumo rápido.
En las redes sociales circulan vídeos, memes y canciones que blanquean la dictadura. Se muestra un país ordenado, sin delincuencia, con viviendas baratas y familias felices. La historia se reduce a una estética retro, a una colección de imágenes en blanco y negro desprovistas de contexto. No se ven los presos políticos, ni la censura, ni el miedo. Solo un relato edulcorado que algunos consumen sin cuestionarlo. Y así, entre un algoritmo y otro, el autoritarismo se disfraza de nostalgia. La memoria recuerda lo que fue, con sus luces y sombras; la nostalgia fabrica lo que querríamos que hubiese sido, y de ahí se alimenta el fascismo.
También hay un malestar real detrás de esa mirada. Jóvenes que no pueden pagar un alquiler, que enlazan trabajos precarios, que no confían en la política ni en las instituciones. Cuando la democracia no ofrece esperanza, otros discursos más simples, más duros, parecen dar respuestas. Los extremismos saben aprovechar ese vacío. Hablan de orden, de patria, de fuerza, y eso seduce a quienes se sienten abandonados por un sistema que prometió igualdad y solo les ha dado incertidumbre.
Nuestra generación tiene parte de culpa. Hemos hablado poco del pasado, lo hemos reducido a una fecha de manual o a una conmemoración oficial. No hemos sabido transmitir que la libertad no se hereda, se defiende. Ni que detrás de cada derecho hay una historia de dolor y de resistencia. Tal vez dimos por sentado que el fascismo era un asunto superado, un fósil en los libros, y no una sombra que puede reaparecer cuando la memoria se debilita.
Estos jóvenes son el futuro, y ese futuro parece mirarnos con una mezcla de escepticismo y rabia. Quizás lo que estamos viendo no es tanto admiración por el pasado como decepción por el presente. Pero el resultado es el mismo: una generación que empieza a dudar de la democracia, atraída por un espejismo que no conoció pero que ahora idealiza.