
La Iglesia, entre dogmas oxidados, escándalos y un mundo al borde del abismo
La Iglesia católica atraviesa una de sus peores crisis de legitimidad en siglos. Y no se trata solo de que cada vez menos personas crean en sus doctrinas, sino de que incluso muchos creyentes la observan hoy con desconfianza, cuando no con abierta hostilidad. ¿Cómo no hacerlo, si sigue anclada a incongruencias morales, escándalos sistemáticos de abusos sexuales encubiertos y una arrogancia dogmática que parece ajena al siglo XXI?
La pérdida de fieles no es solo un problema numérico; es el síntoma más evidente de una institución que ha rehusado evolucionar. En Europa, la deserción es masiva; en América Latina, pierde terreno frente al auge evangélico; y en otras regiones, ha dejado de representar un referente ético o espiritual. En lugar de abrirse al mundo, la Iglesia se aferra al celibato obligatorio, al rechazo absoluto del aborto —incluso en los casos más extremos— y a una concepción excluyente de la familia, desconectada de la realidad contemporánea. ¿Dónde queda la compasión, el amor al prójimo, la escucha activa que tanto predica?
El papa Francisco trajo, sin duda, aires nuevos. Su discurso de humildad, su llamada a una Iglesia más cercana a los pobres, más dialogante y abierta, fue esperanzador. Pero el peso de la maquinaria vaticana es brutal. Las resistencias internas, los sectores ultraconservadores y la rigidez de su estructura jerárquica han frenado o vaciado de contenido muchas de sus propuestas. ¿Será él el último intento serio de renovación antes de un nuevo repliegue oscurantista?
Mientras tanto, el Vaticano también se tambalea económicamente. La pandemia, los escándalos financieros y la mala gestión de sus activos han provocado déficits alarmantes. Las donaciones disminuyen y ya no hay tantos fieles dispuestos a sostener una institución que no se reforma. ¿Qué futuro tiene una organización que vive de la fe si hasta la fe parece haberse ido?
En este escenario global, cada vez más polarizado, con figuras como Donald Trump y sus acólitos normalizando el odio, el racismo y el negacionismo, ¿qué papel juega la Iglesia? El que debería jugar —el de contrapeso ético, el de mediadora por la paz, el de voz de los sin voz— ha sido sustituido, con demasiada frecuencia, por la cobardía del silencio o, peor aún, por la complicidad tácita.
Frente a guerras, crisis migratorias y desastres humanitarios, la Iglesia parece más preocupada por defender dogmas que por alzar la voz con verdadera valentía.
¿Qué es hoy la fe, entonces? ¿Una convicción íntima que conecta con lo trascendente o una máscara para justificar la intolerancia? ¿Y la falta de fe, es realmente un vacío o una respuesta lógica ante la incoherencia de quienes predican una cosa y hacen otra?
Si la Iglesia quiere tener futuro, debe dejar de comportarse como si aún viviera en el siglo XIII. Debe dejar de proteger abusadores, dejar de imponer normas absurdas a cuerpos ajenos, dejar de mirar hacia otro lado mientras el mundo arde. O se transforma de verdad, o acabará convertida en una ruina moral: decorativa, irrelevante, vacía.
La fe no necesita templos. Necesita coherencia.