
Dos años convulsos para el gobierno Sánchez y Feijóo en el laberinto Vox
Como sociólogo, no puedo evitar ver en el debate parlamentario del martes pasado un síntoma más de la enfermedad crónica que padece nuestra democracia: la polarización tóxica, el vaciamiento del discurso institucional y la sustitución del diálogo político por la lógica del fango.
El Gobierno de Pedro Sánchez logró mantener el apoyo de sus socios. Fue una especie de pacto de mantenimiento, no de entusiasmo. Un «seguimos, pero vigilando», donde fuerzas como Sumar, ERC o Bildu dejaron claro que no se fían, pero tampoco quieren precipitar una caída que podría dar alas a una derecha que avanza sin matices. No hay una confianza plena, pero sí un instinto de contención del adversario común.
Lo que realmente me preocupa, sin embargo, es el tono y el fondo de la oposición liderada por el PP y escoltada por Vox. No estamos ante una crítica firme o ideológicamente seria al Gobierno. Lo que vimos fue una ofensiva sin límites: se escarba en basuras, se reproducen rumores, se apuntala la sospecha con recursos a medios afines y se instrumentaliza hasta lo personal. Se trata de destruir más que de construir. La política se convierte en espectáculo bélico. Esto, desde una perspectiva sociológica, erosiona los cimientos de la confianza institucional. Y sin confianza mínima, la democracia se degrada.
La situación actual es frágil, y estos dos años que quedan de legislatura van a estar marcados por una doble tensión: por un lado, la exigencia de los socios del Gobierno, que quieren políticas sociales, transparencia y regeneración real, no solo discursos. Por otro, la presión asfixiante de una oposición que ha asumido que el ruido permanente le da réditos, aunque sea a costa de crispar la convivencia.
En este escenario, Pedro Sánchez camina sobre hielo fino. No tiene margen para errores éticos ni para concesiones a la opacidad. Necesita que sus socios le crean, aunque sea por cálculo, y necesita que la ciudadanía perciba que hay un rumbo, que no todo es supervivencia política.
En cuanto al PP, lo que Feijóo mostró en este debate fue una rendición ante la lógica de Vox. Su discurso fue indistinguible del de Abascal en lo esencial. Lo que para la sociología política es una coalición latente, él pretende venderlo como una estrategia “limpia”, cuando en realidad está incubando una simbiosis peligrosa: una derecha clásica que ya no puede desmarcarse de la extrema derecha sin hacerse daño. La historia europea reciente nos ha mostrado hacia dónde llevan esos caminos.
Lo deplorable de Vox ya no es solo su retórica, sino su capacidad para condicionar el discurso del PP y desplazar el eje político hacia un terreno reaccionario, autoritario y profundamente hostil a la pluralidad.
En definitiva, si algo revela este debate es que no estamos solo ante una pugna entre gobierno y oposición, sino ante una disputa más profunda: sobre qué tipo de cultura democrática queremos para el país. Y mientras tanto, la ciudadanía observa –desencantada, polarizada, o simplemente agotada– una política cada vez más alejada de lo común y más cercana al espectáculo de trincheras.