Hay cosas que me resultan incomprensibles. O mejor dicho: me niego a comprenderlas. Entre ellas, el descaro de quienes todavía hoy, después de meses de imágenes, cifras y testimonios, se atreven a negar que lo que está ocurriendo en Gaza sea un genocidio. Sí, un genocidio en toda regla, con todas sus letras y todas sus consecuencias, según lo que entendemos por genocidio en cualquier manual, en cualquier tratado de derechos humanos, en cualquier diccionario mínimamente decente. No es una palabra que deba usarse a la ligera, lo sé, pero justamente por eso la obstinación en negarlo resulta doblemente ofensiva. Como si el problema fuera semántico. Como si a fuerza de no pronunciar la palabra “genocidio” los cadáveres fueran a desaparecer.
Me pregunto si quienes aún lo niegan están esperando a que la RAE les ponga un ejemplo en la acepción número dos: “genocidio: lo que está pasando en Gaza”. Y aún así, seguro que encontrarían un resquicio para decir que no, que exageramos, que son “operaciones quirúrgicas”, como si los bisturís lanzaran bombas de 500 kilos.
Aunque, claro, tampoco debería sorprenderme. Vivimos rodeados de negacionistas de toda índole. Están los del cambio climático, que juran que el planeta se enfría justo mientras se derriten los glaciares. Los terraplanistas, que confían en satélites que orbitan la Tierra para conectarse al Wi-Fi y luego proclaman que la Tierra es plana. Y mi fauna favorita: los amantes de las armas, convencidos de que si todos vamos por la calle con un fusil colgado del hombro viviremos en un paraíso de paz y armonía. A su lado, negar que en Gaza haya un genocidio parece casi un pasatiempo inofensivo.
Pero lo de Gaza supera con creces cualquier otro disparate. Porque aquí hablamos de decenas de miles de vidas segadas. Hablamos de más de 75.000 muertos, miles de desaparecidos, 250 periodistas asesinados y comunidades enteras arrasadas. Hablamos de bombardeos indiscriminados sobre barrios densamente poblados, de hospitales convertidos en escombros, de niños mutilados que ya no volverán a jugar. ¿Cómo puede alguien seguir recitando la excusa de la “defensa propia” después de semejante baño de sangre?
Se agarran, una y otra vez, al macabro atentado de Hamás en octubre de 2023 —atentado que nadie en su sano juicio puede justificar— como si esa atrocidad otorgara carta blanca para otra atrocidad de dimensiones infinitamente mayores. Pero esa justificación ya no se sostiene ni con alfileres. Resulta insultante escuchar a Netanyahu y a su gobierno repetir la misma cantinela mientras los cadáveres se amontonan. Y resulta igualmente insultante ver cómo líderes occidentales, con Donald Trump a la cabeza ( y Feijóo, Ayuso y compañía, a la cola), continúan respaldando esta carnicería, mirando hacia otro lado o maquillando con eufemismos lo que todos estamos viendo a plena luz del día.
Quien todavía apoya semejante barbarie, quien justifica, financia o blanquea esta masacre sistemática, no es un espectador neutral: es cómplice.