La política contemporánea ha perdido cualquier vestigio de vergüenza cuando un ministro de Finanzas anuncia en público que Gaza es una mina de oro inmobiliaria y que ya está negociando con Estados Unidos cómo repartir lo que quede tras la guerra. Esa frase no es un desvarío anónimo dicho en un bar sino una confesión de cálculo frío y mercantil frente al sufrimiento humano. Hablar de territorio reducido a negocio revela la podredumbre moral de quienes deciden sobre vidas que no son las suyas.
Frente a esa atrocidad de bulto tenemos al señor Aznar, que desde su púlpito advierte sobre la derrota de Occidente si Israel no sale victorioso. No necesito reproducir filigranas retóricas para afirmar que ese tipo de discurso legitima la violencia extrema y convierte a seres humanos en fichas de una partida geopolítica. No hay excusa que valga para deshumanizar así a pueblos enteros en nombre de una supuesta supervivencia occidental.
Los ecos de estas declaraciones no son hechos aislados. En nuestro país las reacciones oficiales y mediáticas juegan a criminalizar a quienes protestan contra el genocidio y a presentar las movilizaciones populares como amenazas a nuestra manera de vivir. Llamar chusma a manifestantes, trivializar el derecho a la protesta y convertir la disidencia en un peligro mortal es parte de la misma estrategia que hace viable el expolio y la impunidad. La reciente suspensión de etapas en una gran prueba ciclista por protestas pro palestinas mostró hasta qué punto la protesta social molesta a quienes prefieren negocios y gestos de apoyo incondicional.
Todo esto no es casualidad ni descuido. Las ideas autoritarias y fascistas corren ya como la pólvora cuando encuentran terreno abonado por el miedo, la propaganda y el enriquecimiento privado. Los vendemierdas que hoy pregonan seguridad absoluta son los mismos que mañana exigirán menos derechos para los de siempre. Si permitimos que la legitimidad pública se convierta en mercado y espectáculo, estaremos facilitando la llegada de gobiernos que no dudarán en silenciar a quien ose criticarles.
Hay que decirlo sin ambages ni eufemismos. No podemos aceptar que la política se reduzca a acuerdos para repartir escombros, ni que voces que celebran la aniquilación se presenten como defensores de la civilización. Defender la democracia exige señalar a quienes la traicionan y oponerse a la intoxicación sistemática que transforma el asesinato en oportunidad de negocio. No dejemos que nos vendan como inevitable lo que es inaceptable.