Opinión

Corrupción y desilusión, el precio del cinismo

Los recientes casos de corrupción que salpican al PSOE no son simplemente un escándalo más en la ya abultada hemeroteca de la política española. Son un disparo certero al corazón del proyecto progresista que tantos años y esfuerzos ha costado levantar. Cuando quienes deberían encarnar el compromiso social, la defensa de lo público y la igualdad caen en las redes del clientelismo, el nepotismo o el enriquecimiento personal, el daño trasciende lo legal, se vuelve moral, casi existencial para quienes aún creen en una izquierda transformadora.

Estos “miserables” –porque no se les puede llamar de otra forma– destrozan no solo la confianza en sus siglas, sino el relato entero que sustenta las políticas sociales. ¿Cómo defender la justicia redistributiva, la igualdad de oportunidades o la defensa de los servicios públicos, cuando quienes deberían representar estos ideales los usan como simple coartada para medrar? Cada caso de corrupción en la izquierda es una traición doble: a los votantes y al propio discurso progresista.

El resultado es una desafección creciente, una ciudadanía harta que deja de distinguir entre opciones ideológicas y se rinde al cinismo generalizado. Esa rendición tiene consecuencias. ¿A quién le entregará el poder la frustración de los decepcionados? Muy probablemente, a un Partido Popular que, lejos de representar un proyecto ilusionante, depende por completo de Vox y sus postulados regresivos. Y como siempre, de nacionalistas que, en cuanto vean flaquear al nuevo inquilino de la Moncloa, aplicarán la misma presión que ahora aplican al PSOE. El juego del chantaje territorial no tiene color político, es una constante.

Pero quizá la pregunta más incómoda sea si tiene sentido seguir sosteniendo un proyecto con esparadrapos, cuando ya no queda tejido sano al que agarrarse. Gobernar sin credibilidad es gobernar sin alma, sin rumbo. Y eso no es gobierno: es mera ocupación del poder.

La solución no vendrá sola. Necesitamos estadistas, no oportunistas. Políticos que, como decía Churchill, piensen en las próximas generaciones, no en las próximas elecciones. Que comprendan que gobernar no es ondear banderas ni alimentar el odio desde las tribunas, sino defender lo común, el bien de todos. Porque mientras sigamos invirtiendo más en armas que en escuelas, más en blindar fronteras que en cuidar personas, no habremos entendido nada.

No debemos perder de vista lo importante: las políticas sociales, la igualdad real, la justicia redistributiva. Un mundo más justo no puede construirse sobre las ruinas del descrédito, ni en manos de quienes convierten lo público en su cortijo. Da igual si uno es de izquierdas o de derechas, la corrupción, el populismo barato y la demagogia son siempre enemigos de la democracia. Y la política de verdad, la política de Estado, solo se construye entre todos, sin excepción.

Mientras tanto, aquí y en todo el mundo —auspiciados por el “líder” de Occidente—, los presupuestos de defensa se disparan, los discursos se llenan de amenazas veladas y los contratos armamentísticos se firman con sonrisas de idiotas satisfechos. Lo que no se dispara —por supuesto— es el salario mínimo, la inversión en salud mental o en educación. Pero no importa: un pueblo educado puede hacer preguntas incómodas. Mejor darle miedo y banderitas.

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