El Estado de derecho funciona a pesar de la política
No sé en qué momento dejamos de hablar de justicia para pasar a hablar de partidos, pero el juicio contra el fiscal general del Estado ha sido la enésima prueba de que en este país algunos prefieren convertir cualquier procedimiento judicial en un combate de boxeo político. Y, sin embargo, pese al ruido ensordecedor, pese a los tertulianos de guardia y pese al circo de intereses cruzados, el Estado de derecho —ese del que todos presumen cuando les conviene— ha funcionado. Funcionado de verdad. El Tribunal Supremo ha condenado al fiscal general por revelación de secretos, y lo ha hecho sin temblarle el pulso, sin plegarse a presiones y sin mirar colores.
Lo que ha ocurrido es muy simple, aunque algunos se empeñen en retorcerlo: un fiscal general ha sido condenado por un delito grave. No por caer mal a media España, no por formar parte del Gobierno, no por molestar a la oposición. Por un delito. Y es precisamente esa contundencia, ese recordatorio de que nadie está por encima de la ley, lo que ratifica la fortaleza del sistema. A veces parecen olvidarlo quienes solo alaban la justicia cuando les favorece.
Porque si algo ha contaminado este proceso, antes incluso de que empezara el juicio, ha sido la batalla política. Por un lado, los que se relamían ante la posibilidad de ver caer al fiscal general, un bando en el que destacaba —faltaría más— el incombustible e impresentable Miguel Ángel Rodríguez, siempre dispuesto a convertir cualquier asunto en un aquelarre partidista. Su entusiasmo por la condena no tenía nada que ver con la defensa de la justicia, sino con la oportunidad de apuntarse un tanto contra el Gobierno.
En el otro rincón, quienes defendían la absolución del fiscal desde el primer minuto, con el presidente Pedro Sánchez a la cabeza. Un apoyo tan férreo y tan prematuro que convertía la posición del Ejecutivo en un acto más de estrategia política que de confianza institucional.
Entre unos y otros, el juicio quedó reducido a un duelo PP–PSOE, como si lo que estuviera en juego no fuera la responsabilidad penal de un alto cargo, sino quién ganaba el relato de la semana. Y ahí es donde radica el verdadero drama: en este país hemos normalizado que la justicia sea leída en clave electoral.
Pero lo ocurrido hoy corrige ese vicio. El Supremo ha hablado. La política ladrará lo que quiera. Y el Estado de derecho, por una vez, se ha impuesto al ruido.