España siempre ha sido un país de profundas raíces cristianas. Sin embargo, en los últimos años estamos asistiendo a un cambio sociológico indiscutible que también se hace patente en la Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Estas celebraciones, tradicionalmente, se han vivido con respetuoso recogimiento y visitando “cementerios blancos –en palabras de Arturo Pérez-Reverte– donde mujeres vestidas de negro arreglaban ramos de flores junto a lápidas con inscripciones resignadas y serenas”. Hoy, en cambio, el ancestral rito ha de compartir espacio con Halloween, que no deja de ser una peculiar costumbre anglosajona llevada a Norteamérica por irlandeses, a quienes la Corona británica deportaba para repoblar las colonias. No trato aquí ni de juzgar ni de oponerme con hostilidad a quienes se disfrazan con apariencia gótica o se divierten con aquello del truco o trato, sino de reflexionar en voz alta al hilo de este cambio cultural y de su particular modo de enfocar la muerte. Aunque, no les voy a mentir, yo soy de la opinión nostálgica de don Arturo.
Lo que celebramos el 1 de noviembre es la victoria de todos los santos – de los famosos y de los que no lo son –, porque ya están gozando de la presencia de Dios y nos alegramos por ello. Una fiesta jubilosa, por tanto, que anuncia el destino último del ser humano: la vida eterna. El 2 de noviembre, por su parte, la comunidad cristiana ora por todos los fallecidos que todavía no han alcanzado la santidad, confiándolos a la misericordia divina para que sus almas logren cuanto antes dicho estado. Ambas celebraciones se iluminan mutuamente y remiten a Los Novísimos -muerte, juicio, Cielo e infierno-, que son las cuatro realidades últimas de la fe cristiana y que, según el Catecismo (nº 1020-1065), no están planteadas con la intención de amedrentar sino de motivar.
La espiritualidad de ayer, por tanto, se está viendo hoy desplazada por una estética macabra y por una trivialidad que parece simple diversión, pero cuyas consecuencias pueden no ser tan inocuas. Y es que especialistas en exorcismos o sectas como, respectivamente, el sacerdote Javier Luzón, en su libro Las seis puertas del enemigo, o el escritor Luis Santamaría, en La nueva era en el siglo XXI, alertan de que la muerte no sirve para divertirse, y que hay realidades espirituales que mejor conviene no banalizar. ¿Será por eso, me pregunto, que cada vez más autores contemporáneos nos hablan de sociedades vulnerables (Pérez Álvarez), líquidas (Z. Bauman), viciosas (N. Pitarch) o cansadas (Byung-Chul Han)? ¿No les parece, por ejemplo, que los niños debieran tener otra relación con el misterio de la muerte que la que le puedan aportar Miércoles o Frankestein? Sería mejor, sin duda, ayudarles a comprender esta verdad con ternura y sin eufemismos, como explica José Carlos Bermejo en Estoy en duelo, y que, incluso, les permita vivir “una experiencia de crecimiento y aprendizaje sobre la vida y el amor”.
Quisiera invitarles a redescubrir el significado cristiano de estas fiestas, que no es ni mucho menos volver a un pasado en blanco y negro. Deseo animarles, frente a lo oscuro y feo de lo grotesco, a que afronten con esperanza y sentido trascendente la vida. Con los pies en el suelo, sí; pero mirando al Cielo. Porque hacia allí caminamos, sin pesimismos, tratando de ganarnos la posibilidad de ver el rostro de El Señor y de volver a abrazar a los que ya se fueron, pero nos esperan. No celebraremos nunca la muerte los cristianos, sino su derrota frente a Cristo, el Dios cristiano que interpela a la humanidad con una promesa de plenitud.