Una de las características más comunes del comportamiento humano es que solemos olvidarnos con mucha frecuencia cuáles son nuestras circunstancias actuales y de dónde venimos. Suele pasar cuando nos habituamos a tener comodidades o privilegios, no al alcance de todos. Sucede de forma recurrente en las sociedades occidentales, es algo innato en nuestra naturaleza humana. Cuando alcanzamos u obtenemos algo, por muy innovador o único que sea, perderlo provoca un enojo e insatisfacción, a menudo incomprensible. Un ejemplo sobre cómo responde el ser humano ante una eventualidad puntual, lo podemos encontrar con el teléfono, uno de los inventos más revolucionarios de la historia, a la altura de la bombilla de Edison, la imprenta de Gutenberg o los antibióticos de Pasteur. La posibilidad de comunicarse a distancia cambió la relaciones personales, sociales y comerciales de todo el planeta. A principios del siglo XX, París fue una de las primeras ciudades del mundo en disponer de él entre sus ciudadanos, pero a los pocas semanas, un fallo técnico dejó inhabilitado el servicio durante días. Pues bien, esta avería generó una gran indignación y quejas de los usuarios fuera de toda lógica. La capital francesa se convirtió en una ciudad moderna con la puesta en marcha de este innovador producto, pero eso no fue suficiente para calmar los ánimos de los clientes parisinos que reclamaban vehementemente el restablecimiento de la red telefónica.
Este paradoja nos devuelve a nuestra realidad más social. La pandemia, que todavía sigue coleando, puso patas arriba muchas de nuestras costumbres más arraigadas, nuestro ocio o la forma de relacionarnos con nuestros amigos o familiares. Perdimos durante meses hábitos tan comunes como mostrar afectividad o disfrutar de la compañía de nuestros seres más queridos. Y aunque el contexto actual mundial no ayude demasiado a elevar la euforia individual, lo cierto es que las circunstancias con respecto a justo hace dos años han variado levemente hacia una normalidad más llevadera. Volvemos a disfrutar de los pequeños placeres cotidianos, de nuestras fiestas más tradicionales y sobre todo, de compartir nuestro tiempo con los que más queremos. La crisis sanitaria y sus consecuencias ayudaron a valorar aquellos detalles cotidianos que antes pasaban por alto. Quizá en este momento en el que se encuentra nuestra sociedad, debamos virar nuestra mirada para ser conscientes de que no todo está perdido y que a pesar de los bancos, las eléctricas, los Putin y el programa Pegasus, todavía quedan muchas razones para ser felices.