Por Juan José Fernández, escritor
Todo cambia con el tiempo. Merece llamarse evolución si es para mejorar nuestra forma de vivir, algo así como alcanzar más provecho con menos esfuerzo, por ejemplo.
Las formas de matarnos entre nosotros por miles y hasta por millones suponen justo la antítesis de la evolución y las llamamos guerras. Las guerras no surgen de forma espontánea ni son consecuencia de fenómenos naturales, puesto que no se forman, sino que se arman. En principio, lo hacen por motivos ideológicos sobre religión, política o conflictos territoriales, despertando pasiones que son aprovechadas por sectores económicos que conducen a sustanciosos negocios, auténticos ríos de dinero que enriquecen a unos cuantos, una minoría si se compara con la inmensidad de inocentes que sufren y mueren (los más de ellos) sin saber por qué.
En lo que sí ha evolucionado el asunto bélico (desgraciadamente para la Humanidad) ha sido en su tecnología y rendimiento, que logra matar a más gente y causar más daños materiales en menos tiempo. La explicación puede que esté en que las guerras de nuestros últimos tiempos no se desarrollan en los campos de batalla, como antaño, sino en núcleos urbanos en los que las masacres habrán de ir en función de la masificación de seres humanos.
La tecnología en la carrera armamentística hace tiempo que alcanzó un extremo en que el ser humano, que se considera rey de la Creación, dispone de medios para destruir el planeta en cuestión de horas, tal vez minutos. Esta tremenda amenaza no está pronosticada por magos ni futurólogos de mayor o menor credibilidad, sino que se nos muestra como una realidad innegable que nos lleva a albergar un fondo de temor, absolutamente justificado, ante la posibilidad de una situación apocalíptica, una especie de espada de Damocles sobre nuestras cabezas sujeta por una endeble hebra de lana. Con el conflicto de Ucrania, se nos plantea una situación de riesgo máximo que nos pone al borde del precipicio, ya que el botón o disparador capaz de desencadenar la gran tragedia está al alcance de la mano de un loco ciego de odio.
No faltan quienes afirman que las guerras son necesarias para regular, o frenar el aumento demográfico mundial; nunca estuve de acuerdo con esta teoría que, por más vueltas que le doy, siempre me conduce a las mismas preguntas: quién o quienes pueden arrogarse la potestad de decidir dónde, cuándo y cuántos han de morir para prestar “tan beneficioso servicio” a la Humanidad, con la pretensión de que esta se mantenga en los justos límites de población que ellos consideran conveniente… Posiblemente nunca lo sabremos.