Por José Luis Fernández Rodrigo, periodista
En la democracia, el Poder Judicial juega un rol fundamental como árbitro imparcial para garantizar la convivencia con unas reglas del juego aceptables para todos. A la vista de los últimos acontecimientos, parece que eso está en crisis aguda. El símbolo de la Justicia (en mayúsculas) se suele representar como una balanza equilibrada que maneja una mujer con una venda en los ojos. Se nos ha descompensado y tan pronto se inclina a derecha como a izquierda, nunca mejor dicho.
Cierto también que los medios de comunicación han amplificado y exagerado lo que ha ocurrido con un cruce de exabruptos: “golpe de Estado”, “atentado a la democracia”, “dictadura” y otras lindezas. En realidad, lo que estaba en juego era un cambio de fórmula o fracción: pasar de 3/5 a 2/4, así de chorra, o sea, que no se va a hundir nuestro tinglado democrático, ni mucho menos.
Para valorar con perspectiva cómo hemos llegado hasta este desbarajuste, hay que remontarse a 1985, cuando Felipe González acabó con el sistema original de renovación de los órganos de la cúpula judicial (tribunales Supremo, Constitucional, de Cuentas y Consejo General del Poder Judicial). Hasta entonces, eran los propios jueces y profesionales del gremio quienes se elegían entre ellos. El entonces presidente del Gobierno consideró que resultaba más adecuado que se decidiera en el Congreso de los Diputados y el Senado, como expresión de la soberanía popular. Para mayor garantía, se estableció que hacía falta mayoría cualificada (3/5 partes de la Cámara) y así que se votara por un amplio consenso.
En la práctica, eso ha significado básicamente que los dos partidos con más parlamentarios -PSOE y PP- se repartan el número de candidatos a gobernar a los jueces. Y desde hace cuatro años, los populares han ido más lejos y se han enrocado sin renovar esos órganos, con todo tipo de excusas para no dar su brazo a torcer y tener unos tribunales más afines a su ideología. Impresentable.
El Gobierno de Pedro Sánchez ha intentado una chapuza no menos infumable metiendo en un mismo paquete el cambio del sistema de elección (pasarlo a mayoría de 2/4, más alcanzable sin consenso) con los cambios del delito de sedición y el de malversación, una maniobra disparatada a la que el Tribunal Constitucional ha contestado con otra aberración: impedir que se vote esa ley en lugar de evaluar un recurso contra ella cuando ya esté aprobada, tal como marca el funcionamiento usual de estas cosas.
A mí siempre me pareció que lo mejor era un sistema mixto más repartido: por ejemplo, que la mitad de los puestos los voten los jueces y la otra mitad los diputados y senadores. Tal vez habría que endurecer los requisitos para ser candidato, preseleccionarlos con un bagaje más riguroso que los 15 años de ejercicio que tenga en cuenta su valía y ecuanimidad, aunque sea algo subjetivo… en cualquier caso, lo más triste es que se pueda adivinar qué va a decidir el Tribunal Constitucional en función de cuántos miembros son “conservadores” o “progresistas”, como ha ocurrido por 6 votos a 5 para darle la razón al PP frente al PSOE con las surrealistas “medidas cautelares”. Aparte de cada cual tiene derecho a su ideología política, en ciertos oficios hay que dejar esa mochila en casa y asumir un rol aséptico y estrictamente profesional, neutral y objetivo. Tal vez sea utópico y haya que redactar las leyes con mucha más precisión, sin dejar margen de interpretación, como ocurre ahora cuando el mismo delito se castiga con penas muy diferentes, según el juez. Posiblemente las funciones de los magistrados, los fiscales y los abogados deberían restringirse a velar porque se investigan las causas correctamente y se aplica la ley en su justa medida. Sus opiniones e interpretaciones, que las compartan con sus amigos.