Por Alfonso Verdú, actualmente miembro del Comité Internacional de Cruz Roja (CICR), lleva dieciocho año en labores de gestión y coordinación humanitaria. Es autor del libro Vidas en conflicto.
Desde esta columna habéis podido leerme desde países en conflicto o sobre crisis humanitarias en las que he trabajado durante ya casi 20 años: Somalia, Colombia, Yemen o, ahora, Myanmar/Birmania, entre otros. Sin embargo, es la primera vez en la que también os encontráis en un escenario de crisis.
Vaya por delante mi total solidaridad en estos difíciles momentos, queridos vecinos. Una situación como la generada por el coronavirus no es sencilla, sobre todo cuando la salud de los nuestros está amenazada, cuando se genera tanta incertidumbre y cuando la actividad económica, e incluso nuestro propio estilo de vida, quedan en suspenso.
Mi mensaje, sin minimizar la situación, es muy sencillo: esto pasará y lo hará relativamente pronto; porque la del coronavirus, siendo una pandemia tan importante, sigue siendo eso: una emergencia que está lejos de ser una crisis humanitaria, a pesar de lo trágico de todas y cada una de las muertes que produce. Dejadme compartiros algunas razones que lo explican y otras reflexiones para el confinamiento:
Para empezar, contamos con un extraordinario sistema de salud pública. Un sistema al borde de la crisis sanitaria, que posiblemente llegará a su saturación más pronto que tarde, pero que seguirá orientando y tomando decisiones racionales basadas en la evidencia científica y en la experiencia de un personal sanitario situado entre los mejores cualificados del mundo. En República Centroafricana, Médicos Sin Fronteras tuvo que ser de facto el Ministerio de Salud, dada la ausencia total de estructuras, de equipamientos o de personal. Cuando estuve allí en 2007, la esperanza de vida era menor de cuarenta años y los niños caían como moscas como resultado de la fatal combinación de la desnutrición, la malaria y la diarrea. Pero no es sólo eso, ni hace falta irse tan lejos: países que han ‘apostado’ por una gestión privada de la salud, notarán muchísimo más el impacto de la pandemia, incluyendo a los Estados Unidos.
Hablando de mortalidad y morbilidad: el virus está lejos de ser el más contagioso y, desde luego, es de los menos mortales. Hemos tenido mucha suerte. Puede no parecerlo, debido a la exposición en los medios y a la innegable inquietud que la mortalidad de grupos de riesgo genera (ancianos, sobre todo). Pero si buscamos un ejemplo de enfermedad contagiosa de verdad, tenemos al sarampión: a día de hoy y en poco más de un año, ya supera los 300,000 casos tan sólo en la República Democrática del Congo (RDC), con más de 6,000 muertos, el 70% de ellos niños menores de cinco años. Si buscamos un ejemplo de enfermedad mortal de verdad, recordemos al ébola: en alguno de sus brotes mató a más del 90% de los casos, cuando el Covid-19 sigue sin llegar al 4% en Europa; yo tuve la ‘suerte’ de perder ‘sólo’ a la mitad de los 379 ingresados en la epidemia que tuve que gestionar en el 2012, también en RDC... Es decir, pocos logran escapar al ébola, pero la mayoría sobreviviremos al coronavirus, a pesar de las complicaciones que está causando.
La pandemia no nos obligará a huir de nuestras casas; de hecho, como bien sabéis, hay que quedarse en ellas. Desde la perspectiva de las crisis humanitarias, esto es ciencia-ficción, contra-natura. Porque ante las innumerables ‘epidemias de violencia’ que existen hoy en el mundo (las guerras siendo su máxima expresión, pero no la única), lo normal es tener que salir huyendo, despavoridos, con lo puesto. Esto está sucediendo ahora mismo en Idlib, Siria; no tan lejos de casa y nueve años después del inicio del conflicto -y de mi primera visita-.
Hace sólo un mes tuvo lugar el mayor desplazamiento forzado de personas desde la Segunda Guerra Mundial: más de un millón. Y no estamos hablando de ‘pobres africanos (sic) acostumbrados a no tener nada’, sino de gente como nosotros, en un país de ingresos medios: familias enteras de profesionales de la mecánica, la ingeniería, la medicina, el arte, la enseñanza o la fontanería. Personas con amores, sueños, planes, proyectos. Las mismas que la Unión Europea recibía en Grecia a base de palos y de gases, y que grupos de extrema derecha insultaban a su llegada.
Nuestros servicios urbanos siguen y seguirán funcionando sin grandes problemas. Los suministros de electricidad, agua y gas, así como los de saneamiento o recogida de basuras están garantizados. Por no hablar de la disponibilidad de alimentos. Imaginaos por un momento que no fuera así. Imaginaos que, a la ‘inconveniencia’ de tener que quedarse en casa, se sumara la ausencia de todos ellos. Sin lugar a duda, nos sumiría en el caos. Este panorama dantesco es, sin embargo, la ‘normalidad’ de otros países que conozco de primera mano: en Yemen, la intensidad de la guerra ha destruido todos estos servicios, resultando en más de 10,000 personas muertas y casi 24 millones más -el 80% de su población- dependientes de la ayuda humanitaria. La población de la Franja de Gaza en Palestina sigue confinada en una de las mayores, más densas y prolongadas aglomeraciones forzadas del planeta; el agua, la electricidad, la salud o la educación son lujos sacrificados casi con exclusividad a la voluntad del ejército israelí.
Aquí podemos seguir en contacto con nuestros seres queridos. No puedo dejar de resaltar lo dramático de tener un padre hospitalizado o una abuela auto-confinada a los que no podemos visitar; o lo molesto de no poder, por unas semanas, ver a hermanos, primos o amigos. Pero seguiremos en contacto: las líneas de teléfono, los skypes, las llamadas de Whatsapp… todo seguirá funcionando. Aunque parezca increíble en pleno siglo XXI, mucha gente deja de saber de sus seres queridos durante años por razones como la guerra, los desastres naturales o las epidemias. Sólo aquí, en Myanmar, mi organización ha puesto en contacto a cientos de personas que lo perdieron durante la huida de 750,000 rohinyás al vecino Bangladesh. En otros países, contamos los casos por millares.
Finalmente, las diferencias se producen incluso en la propia muerte: en el desgraciado caso de que uno de nuestros seres queridos fallezca, sabremos dónde ha sido y tendremos la oportunidad de recuperar sus restos. Si no podemos enterrarlos ahora, será después, pero siempre en condiciones dignas. No desaparecerán nunca ni de nuestro espacio físico ni de nuestra memoria. Y sin embargo, esta ha sido y sigue siendo la terrible realidad para decenas de miles de personas en Colombia, cuyos ‘desaparecidos’ por una guerra de casi 60 años siguen sin ser encontrados -en la mayoría de los casos- o ‘recuperados’ aunque se sepa dónde están sus restos -al no poder las familias acceder a ellos debido a la violencia-.
Nada de esto resta importancia a lo que estamos pasando en estos momentos. Las cifras de mortalidad en Italia son preocupantes, y las de España no dejan de crecer dado que aún no hemos alcanzado el pico del brote. Pero en China y Corea del Sur el virus ya parece contenido. Hay avances significativos en la vacuna. Y las drásticas medidas tomadas, aun habiendo podido ser tardías, no tardarán en impactar en la curva de contagio.
Estando mis pensamientos con todos vosotros y vosotras, no puedo olvidarme de los más vulnerables: ¿cómo pasarán esta situación las personas hacinadas por millares en los campos de refugiados que existen en Grecia, a las mismas puertas de nuestras casas?; ¿qué ocurrirá cuando la epidemia alcance a muchos países de África, sin sistemas de salud efectivos?; cuando esté la vacuna, ¿pondremos las mismas restricciones de acceso a medicamentos que hoy hacemos, por ejemplo, con el VIH/SIDA, la tuberculosis o la neumonía?
Esta crisis demostrará que no podemos ser durante mucho más tiempo un mundo centrado en el ‘nosotros mismos y nosotras mismas’. Que interesarse por el bienestar de los otros es interesarse por el propio. Que, contra ciertas amenazas, los dioses y las banderas sirven de poco. Que criminalizar al foráneo, levantar muros alambrados o vacunarnos contra el dolor ajeno con la indiferencia, sólo sirven para asegurar la próxima pandemia.
Ojalá no nos olvidemos de alguna de estas cosas cuando nos hayamos curado.
Hola. Acabo de leer tu articulo y me a encantado como describes este mundo loco y desordenado.Ojala algun dia las cosas cambien y se deje de pensar en el poder y se piense en crear un mundo mejor para todos.Un abrazo grandisimo.
Querido Alfonso; Ojalá este mal sueño pase lo antes posible, dejemos de mirar hacia otro lado y hagamos posible que toda esta gente despierte de esa pesadilla que lamentablemente se está cobrando tantas y tantas vidas. Gracias de corazón a seres como tú que prestan ayuda sin distinción.