Por J. J. Fernández Cano, escritor
Pues sí, parafraseando el estribillo de la canción andaluza, me voy a permitir aplicarlo al folclore que nos espera con el pistoletazo de salida para la campaña de las elecciones en la Comunidad de Madrid: ya se acabó el alboroto de la precampaña, en el que no han faltado los insultos soeces y las descalificaciones, y ahora pasamos -con todo su rigor- al verdadero tiroteo verbal al que, por más que nuestros políticos (sobre todo por parte de las derechas, que pretenden ganar a costa de lo que sea), digan que no recurren, son unas prácticas a las que ya nos tienen acostumbrados.
Al igual que el mundo en general, los españoles estamos inmersos en una situación sin precedentes. Aunque aferrados a fundadas esperanzas que comienzan a perfilarse en el brumoso horizonte, el azote de la pandemia continúa teniéndonos maniatados para ejercer nuestras funciones laborales, que nos permitan mantener una economía lo bastante estable para, si no erradicar, al menos paliar las estremecedoras colas del hambre, que cada vez son más largas, un panorama que ensombrece el ánimo de tristeza hasta a los espíritus más templados.
Un buen amigo con ciertos ribetes de filósofo, me dice muchas veces que los políticos, o gran parte de ellos, cuando entran en campaña es como si se transformaran, dando la impresión de haber entrado en una especie de celo que les empuja a luchar (verbalmente, se entiende) contra sus adversarios utilizando como armas todas las vilezas que les caen a mano con tal de denostarlos, de tirar por los suelos el poco o mucho honor que el adversario tenga. Yo contradigo a mi amigo argumentando que en ese poco edificante comportamiento, los políticos siempre están en campaña.
En las normas que rigen las leyes electorales deberían figurar algunas restricciones fundamentales, como es la prohibición de formular graves acusaciones sin pruebas que las acrediten y, sobre todo, y esto para mí es lo más grave, frenar la generosa profusión de insultos con que adoban sus discursos los miembros de un PP que va a la desesperada, saltándose las normas de una educación básica, como es el respeto hacia los demás y hacia sí mismos.
Este deterioro en gran parte de la clase política cada vez va calando más hondo en la ciudadanía, sobre todo en quienes no tenemos una fe incondicional en ningún partido y nos limitamos a acudir a las urnas cuando se nos requiere, puesto que es nuestra obligación, aunque lo hacemos con los ánimos bastante fríos, quizás agotados por los graves problemas ya mentados que nos aquejan, y por las charlotadas que nos hacen tragar en las intempestivas campañas electorales.