Por J. J. Fernández Cano, escritor
Cuando hace más de un año, el amigo y compañero César fue golpeado por la implacable enfermedad que ha terminado ganándole la partida (esa partida que todos tenemos pendiente y nadie esperamos ganar) me costó trabajo volver a acercarme por la redacción de Escaparate; se me hacía cuesta arriba esa primera visita sin César.
Y no exageraba en mis temores ni en la impresión de vacío que me causaría su mesa de trabajo, el ordenador donde lo desarrollaba y sobre todo, y más que nada, la silla en la que se giraba cuando me oía llegar para recibirme con su franca sonrisa y alguna de sus acertadas bromas.
Intentando ahondar un poco en la esencia de estos trances, en los que el mayor protagonista es el desconsuelo ante lo inevitable, permítaseme echar mano de las consabidas expresiones de duelo a las que solemos recurrir en un intento (no me cabe duda) de infundir e infundirnos a nosotros mismos unos ánimos ante lo que ya no va a tener otro remedio que la resignación. expresiones tales como:
-Siempre se nos van los mejores, los caminos del Señor son inescrutables, ya que escribe derecho con renglones torcidos o, aquello de “la vida es así” como última conclusión a nuestra impotencia ante la otra cara de nuestra existencia.
Todas estas y parecidas actitudes de resignación caben cuando dispensamos el doloroso último adiós a nuestros mayores, aceptando que más pronto o más tarde nuestros hijos nos lo darán a nosotros, asimilando aunque con dolor, la tan lógica como acertada llamada Ley de Vida. Lo que ya se resiste a nuestra capacidad de aceptar o asimilar es la pérdida de hombres o mujeres en la plenitud de su vida, como César y otros casos similares, vidas segadas a traición, matando en plena carrera un futuro repleto de ilusionados proyectos y metas por alcanzar.
Quienes hemos tenido la suerte de tratar a César en un plano de compañerismo y sana amistad, confiamos en que una vez superado, o más bien atenuado el desconsuelo de su pérdida, comenzaremos a entrar en un estado de resignada aceptación en el que predominará en nuestra memoria el bálsamo de aquel amigo que se nos fue de forma tan abrupta e inesperada, llevándose consigo su carácter noble y bullanguero con el que tan a gusto nos sentíamos.
Aunque sin lugar a dudas, en estos dolorosos casos los más dañados son los progenitores del finado. Puesto que por más que digan que el tiempo todo lo cura, la herida causada por la pérdida de un hijo o hija, por más que el tiempo logre suavizarla, no cicatrizará nunca del todo. A ellos deseo de corazón ánimos y fuerza para sobrellevar tan penoso cometido.