Por J. J. Fernández Cano, escritor
Desalienta constatar día a día, por las noticias que recibimos, lo poco o nada que avanzamos en la lucha contra el dramático problema que se cierne sobre nuestras cabezas: la tenaz pandemia. Desconsuela comprobar que los enormes sacrificios que se vienen realizando durante meses y más meses como imprescindibles medidas preventivas contra el persistente virus, ni siquiera dan como fruto una razonable satisfación de que andamos por el buen camino. Las espeluznantes cifras de nuevos contagios y fallecimientos parecen indicar todo lo contrario, lo que nos hunde más y más en la desesperanza y nos lleva a pensar que luchamos contra un enemigo imbatible, además de invisible.
A medida que las semanas y los meses pasan en esta situación de inmovilismo angustioso que provoca la sensación de avanzar un paso y retroceder dos, los efectos de esta situación se nos manifiestan con nuevas caras, como son alteraciones en nuestro estado de ánimo que nos predisponen a adoptar comportamientos que, en infinidad de casos, no se corresponden con nuestro carácter o forma de ser habituales.
Aunque no todas las medidas y precauciones adoptadas por nuestras autoridades sanitarias y gubernamentales sean acertadas, dada la opacidad de la dañina enfermedad, lo que más preocupa y desconcierta a la ciudadanía es ese río de información con el que nos riegan, cuya abundancia a veces confunde por caer en graves incongruencias, puesto que, por más que los medios se empeñen en ceñirse a la objetividad, y en gran medida lo logren, las llamadas redes sociales y la voz de la calle, aunque siempre se consideró la más sabia, tienden a contar las cosas en función de la cuerda política a la que profesan sus simpatías.
El ambiente en las calles va subiendo de tono, las protestas se van agriando aunque no se sabe exactamente contra qué o contra quién, porque si bien se mira, el único culpable claro de nuestra tragedia es el coronavirus, todos los demás que componemos el cuadro, en mayor o menor proporción somos víctimas. Los viejos por ser viejos, los de mediana edad porque se ven obligados a salir todos los días a ganarse el sustento, aún a sabiendas de que se juegan la vida en cada paso que dan; del personal sanitario que pasa por jornadas interminables en primera línea de fuego, qué cabría decir. ¿Y acaso no lo son las autoridades encargadas de hacernos cumplir las normas?
Hasta destacados cargos de partidos de la oposición que en vez de proponer remedios para atajar el gran problema emplean sus menguadas luces en poner piedras en el camino, podrían calificarse de víctimas, sí, víctimas de su desmedido afán por avanzar en su carrera política a costa de lo que sea.