Por José Luis Fernández Rodrigo, periodista
La intención del actual Gobierno de PSOE-Podemos de cambiar el sistema de elección de la cúpula del poder judicial (por mayoría absoluta simple y no por 3/5 del Congreso) me parece otra vuelta de tuerca -para mal- a uno de los déficits de nuestra democracia. No me vale que el PP esté bloqueando la renovación de los altos cargos desde hace ya varios años, porque en ese caso, la reforma legal debería ir en otra dirección, por ejemplo, fijar un plazo para que los grupos parlamentarios propongan a sus candidatos y, quien no lo haga, pierde el turno y pasa al siguiente grupo del Congreso.
De todas formas, el problema de la separación de poderes sigue ahí y conviene revisar los antecedentes para entender cómo hemos llegado hasta aquí. Al principio de nuestra Transición, los propios jueces elegían a sus “jefes” y a Felipe González le pareció que así se perpetuaba un reducto conservador y la Justicia quedaba en manos de personas de una ideología única. Su solución no parecía descabellada: que fuera el Parlamento, donde reside la soberanía popular representada por los diputados, quien eligiera a los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
En la práctica, los partidos políticos lo ensucian todo y la cosa se convirtió en un intercambio de cromos, de manera que en lugar de consensuar una lista de jueces de prestigio, el PSOE y el PP (o el PP y el PSOE, según quien gobierne) se reparten los asientos según su fuerza en las urnas. Ahora parece que Podemos también elegirá a alguno, al depender Pedro Sánchez de sus votos para gobernar.
Me atrevo a proponer una tercera vía, porque siempre me han gustado las soluciones salomónicas: que un tercio de los jueces los propongan los profesionales de la Justicia (jueces, fiscales, abogados, a través de sus órganos colegiales, con votaciones previas), otro tercio se decida en el Congreso de los Diputados, pero con participación proporcional de todos los partidos con representación, y el último 33% lo elijan un número cerrado de alcaldes, escogidos al azar igual que, por ejemplo, se hace para los presidentes de mesas electorales.
Así no habría manera de que nadie, ni el Gobierno ni la oposición, ni populares ni socialistas, influyan perversamente en la composición de estos auténticos árbitros de la democracia.
Aunque por encima de todo, a mí me inquieta que tengamos que asumir que hay jueces “progresistas” y “conservadores”, ya que deberían ejercer única y exclusivamente como profesionales de la Justicia, dejándose sus afinidades ideológicas para ir a votar y para su vida privada. Tienen todo el derecho del mundo a vivir según sus ideas, como todos nosotros, pero cuando se sientan en un tribunal, se les supone la honestidad de despojarse de cualquier prejuicio y dictar sentencia escrupulosamente según las leyes. ¿O nuestras leyes dejan resquicios tan grandes para la interpretación?
Uno escucha el debate político y mediático sobre estos altos tribunales y la cosa se parece al forofismo futbolero, como si los jueces fueran culés o merengues con algún colchonero, como mucho, según el partido que les aúpa a la cúspide del poder judicial, al que así rinden pleitesía. Están en deuda y ¿cómo se la cobran los políticos? ¿A cambio de qué son candidatos? Eso hay que erradicarlo.