Por José Luis Fernández Rodrigo, periodista
Por mucho que lo quieran pintar -nunca peor dicho- como una acción reivindicativa ecologista, eso de ir ensuciando cuadros de obras de arte con puré de patatas o salsa de tomate no dejar de ser vandalismo. Y grave. Después de décadas de protestas justificadas de sobra contra la peligrosa energía nuclear, contra algunas ¿tradiciones? bárbaras que maltratan a los animales y un largo etcétera de excesos que cometemos los humanos en el planeta, no me explico estas últimas gamberradas incívicas en los museos.
Qué poco tiene que ver la ecología y aquellas imágenes de activistas de Greenpeace jugándose el tipo de forma heroica frente a buques en el mar con la fantochada de pegarse las manos a un lienzo de gran valor artístico. Me da por malpensar hasta en un complot, en que alguien que nada tiene que ver con los movimientos en defensa de la Naturaleza, precisamente para desacreditarlos, ha contratado a mercenarios para que cometan tales fechorías.
Justamente a través de la pintura y de la cultura en todas sus formas, el ser humano expresa belleza y se aleja de su conducta irresponsable contra el medio ambiente. En lugar de destruir, crea. ¿A quién se le ocurre manchar ese legado, por mucho que en la lógica capitalista de mercado, un lienzo pueda tener un precio astronómico? Su valor real es incalculable y, sobre todo, irremplazable, única, irrepetible ya que el artista, incluso aunque se lo propusiera, nunca volvería a conseguir el mismo resultado. ¿Por qué renunciar a su contemplación, en nombre de la liberación del pueblo?
Además, establecer como han hecho estos ¿ecologistas? una especie de simbolismo con esa regla de que todo el dinero que se paga por el cuadro podría servir para fines más solidarios me parece un análisis simplista y equivocado.