Por J. J. Fernández Cano, escritor
La cosa viene de antiguo. Desde principios y mediados de los años ochenta del siglo pasado, que yo recuerde, comenzó a sentirse el desfase entre el precio de la vivienda y los alquileres, rompiendo el equilibrio entre dichos precios y los sueldos de la clase trabajadora. Aún con sus crisis y burbujas que acarrearon quiebras y hasta ruinas en el sector inmobiliario, dicen que por construir muy por encima de las necesidades que entonces requería nuestro país, circunstancia que debería haber supuesto un remedio para moderar esa inflación y cubrir la escasez de viviendas, resultó todo lo contrario: la escasez persistió y los precios han ido subiendo hasta alcanzar límites desorbitados, que no están, ni mucho menos, al alcance de millones de asalariados y pensionistas.
Los profanos en la materia, por más que nos devanamos los sesos tratando de encontrar razones que justifiquen, o al menos nos expliquen las causas que nos han llevado a esta situación de angustia para muchas familias, no logramos entender cómo hemos llegado a un problema de semejante gravedad.
A esta calamidad social no se la puede llamar crisis circunstancial por motivos determinados, puesto que es algo endémico, que se viene gestando década tras década, gobierno tras gobierno, en mayor o menor medida, como si existieran (tal vez existan) unos poderes omnímodos que traban o impiden que se cumplan esos derechos constitucionales tan justos y acertados como el que reza aquello de una vivienda digna. Nuestros políticos, casi por regla general, son muy dados a echar mano de la Constitución solo cuando les conviene, pero pasan de puntillas sobre ella cuando no les es favorable.
En esta larga y penosa odisea que nuestro país viene viviendo con la escasez y carestía de la vivienda, se han vivido etapas verdaderamente dramáticas, a nadie se nos borran de la memoria aquellas terribles imágenes de familias sacadas por la fuerza de sus humildes hogares, dejándolas sin más patrimonio que sus escasos enseres sobre la acera y sus niños pegados a ellos como último reducto de lo que fue su casa, mostrando en la inocencia de sus rostros infantiles el más absoluto desamparo. Todo ello, como consecuencia de las aproximadamente tres mil viviendas sociales que fueron a recalar a las uñas de los llamados fondos buitre.
De los problemas que aquejan a nuestro país, que son muchos y graves, se espera que tanto el Gobierno central como los autonómicos, extremen y agilicen las medidas pertinentes para, si no erradicar esta calamidad social que supone la vivienda para las clases más vulnerables de nuestra sociedad, la frene hasta donde sea posible. No es una cuestión de ideologías políticas, sino de conciencia social. De pura humanidad.