Por J. J. Fernández Cano, escritor
En un reducido espacio de tiempo, se han producido en nuestra provincia delitos que dan qué pensar, no ya por lo execrable que lleva consigo cualquier delito midiéndolo por su gravedad, sino más, a mi juicio mucho más, por las circunstancias y el entorno en que se han producido y la vergonzosa reacción, más bien no reacción, de las personas que las presenciaban. Hablo del caso ocurrido recientemente en Benidorm, donde un grupo de 'trileros' apaleando salvajemente a un joven británico porque advertía a sus compatriotas de que aquella gentuza los iba a 'desplumar'. Iban a cargárselo; la enorme brecha que el joven mostraba en la parte posterior del cráneo lo acredita.
El herido, una vez pasada la criminal agresión, declaró su decidida intención de no denunciarla, puesto que ello le hubiera obligado a volver posteriormente a España para atender los asuntos judiciales pertinentes y no pensaba visitar nuestro país en lo que le reste de vida. Qué vergüenza para la tan conocida localidad turística y sus fuerzas del orden; qué vergüenza para lo que llaman marca España y qué triste sensación para quienes continuamos creyendo en la dignidad y conciencia del ser humano ante la frialdad mostrada por quienes presencian casos como el de Benidorm sin intentar evitarlos, sin siquiera inmutarse.
Y otro caso que, con distintas características en su forma, pero semejante al ya narrado en lo referente a la falta de amparo por parte de ciudadanos ante situaciones extremas, ha tenido lugar aquí, en nuestra propia comarca, cuando la Policía Local descubre a una mujer en el arcén de la autovía A-7 en plena noche, pidiendo socorro con los brazos; su marido, compañero, pareja o lo que quiera que fuese, ya que su acción cometida solo merece el calificativo de abyecta, la había obligado a apearse del vehículo que compartían más de cuatro horas antes como desenlace de una discusión.
Uno saca sus cuentas sobre la cantidad de coches con sus ocupantes que transitaron en esas más de cuatro horas ante la mujer que pedía auxilio y no entiende que a nadie, hombre o mujer, no se le ocurriese hacer una simple llamada a Emergencias.
En casos así se pone de manifiesto el instinto de conservación anteponiéndose a cualquier sentimiento humanitario, se actúa por puro impulso. Son situaciones límite que no permiten ni un segundo de reflexión: cuando el ser humano se muestra como en realidad es. Los hay, afortunadamente muchos, que se lanzan a socorrer a un semejante en apuros sin que siquiera les pase por la mente que con ello se están jugando su propia vida y los hay, para vergüenza de la Humanidad en su conjunto, que los domina el miedo a lo que les vaya a ocurrir o su intervención les pueda acarrear algunas molestias.