Por J. J. Fernández Cano, escritor
Nuestro alcalde Serralta se nos muestra preocupado y motivos no le faltan, hasta el extremo de recurrir a más altas instancias gubernamentales para poder decretar para nuestra Villa de Ibi el confinamiento domiciliario, por considerar la única medida capaz de frenar el altísimo número de contagios declarados en nuestro municipio. Es posible que el primer edil tenga razón, o al menos parte de razón al proponer tan drástica medida, aunque no es menos cierto que tal endurecimiento en las normas preventivas llevaría consigo un enorme sacrificio para una ciudadanía ya bastante castigada cuando se impuso este encierro forzoso en la primavera del año pasado, cuando se declaró el estado de alarma.
No estaría de más extremar las medidas de seguridad ya impuestas, haciendo que se respeten, sobre todo en lo concerniente a evitar aglomeraciones, que suponen, sin lugar a dudas, los mayores viveros de contagio. Salvo algunos casos de personas o grupos de irresponsables que no cumplen las normas de seguridad establecidas, casi la generalidad de los ibenses observan un comportamiento consciente del grave problema por el que atravesamos y de la gran importancia que tiene ceñirse a las normas establecidas.
Suelo visitar en contadas ocasiones el casco urbano, ya que la mayor parte de mis horas transcurren en el campo, pero cuando lo hago compruebo la escasa gente que las transita, lo que avala en buena medida mi afirmación sobre el buen comportamiento de la ciudadanía ibense, el hecho de ver tan pocas personas por las calles céntricas del pueblo, me lleva a pensar que son muchos los que se quedan en casa saliendo de ella lo imprescindible, con lo que se autoimponen un confinamiento voluntario, en tanto que otros, sobre todo jóvenes, se ven transitando por caminos rurales, lo que además de hacer ejercicio y disfrutar de nuestros bellos paisajes, les permite el lujo de liberar boca y nariz de la incómoda mascarilla y respirar aíre puro, que bien lo echan en falta los pulmones. Siempre que no caigan cerca otros viandantes, claro.
Y es que todos estamos atemorizados. Los viejos, que hasta no hace mucho éramos las preferidas presas del diabólico bicho, hemos añadido al miedo que sentíamos por nosotros mismos, el de perder a hijos o nietos, ya que la pandemia, merced a sus intempestivas mutaciones, parece ser menos selectiva y también se lleva algún que otro joven por delante.
Ante situaciones extremas y tan persistentes como la que nos ha tocado vivir, lo que en sus principios llamábamos preocupación se va transformando en miedo, por más convencidos que estemos de que el miedo siempre fue mal compañero de viaje. Los alcaldes y demás autoridades que nos gobiernan, además de sus miedos propios, tienen sobre sus hombros una enorme responsabilidad. Que Dios o la suerte guíe sus decisiones.