2011, un año para enmarcar. El nacimiento del 15M produjo una catarsis social como nunca se había conocido desde la Transición. El hartazgo de la sociedad con las élites encumbró un movimiento, principalmente juvenil, que luchaba por conseguir unos derechos cada vez más inalcanzables. La alta tasa de paro, la desigualdad social, la precariedad laboral las dificultades para adquirir una vivienda digna, y otras muchas reivindicaciones que emergían al amparo de una crisis económica que hacía estragos en todo el mundo y se cebaba especialmente con España. Una clase política que no solucionaba los problemas reales del ciudadano de a pie, más preocupada por las estadísticas partidistas y de cuidar sus propios sillones que en dar soluciones urgentes ante esta grave situación. Los desahucios se convertían en cotidianos, las estafas bancarias a clientes empezaban a ser habituales, el desempleo acababa con la esperanza de miles de trabajadores y la clase media estaba siendo castigada con la primera gran crisis de la democracia. Todo esto fue el caldo de cultivo perfecto para que cientos de miles de personas, millones, salieran a la calle y que este ‘gesto’ colectivo nacional se exportara a nivel mundial. Nuestra particular primavera árabe había nacido. Todo ese cabreo con el establisment generó nuevas formas de entender la política, de buscar respuestas ante las demandas sociales.
De aquí nacieron nuevas formaciones que creyeron entender el mensaje y apostaron por el cambio. Ciudadanos y Podemos conseguían, unos pocos años después, aglutinar cerca de 8 millones de votos en unas elecciones y daban un contundente toque de atención a los partidos tradicionales. Ribera e Iglesias llegaban con voluntad de cambio, de mover los cimientos y de modificar las prebendas y privilegios de los de siempre. La frase era regeneración democrática. Y hasta aquí. Porque esas nuevas fuerzas que parecía iban irrumpir para convertir el hartazgo de la sociedad en soluciones se ha ido desvaneciendo poco a poco. Salvo honrosas excepciones como Mas Madrid desbancando al PSOE como fuerza de izquierda más votada, en el resto de territorios sigue siendo el bipartidismo la opción preferida. Y ha pasado una década. No ha cambiado mucho la situación del paro juvenil y el acceso a la vivienda, como derecho fundamental, es una utopía para muchos trabajadores, pero es cierto que algo de aquella revolución pacífica ha sobrevivido. La paralización de los desahucios durante el estado de alarma, el rechazo cada vez más palpable ante la desigualdad o la decisión del PP de Casado de abandonar su sede histórica a causa de la corrupción son algunos pequeños gestos que vienen a sugerir que algo del 15M sigue vivo.