J. J. Fernández Cano, escritor
La Naturaleza suele ser la primera en mostrar la llegada del otoño, su incipiente agonía se anuncia dejando caer las hojas, ya muertas, que han venido vistiendo de vida las ramas de sus árboles durante gran parte del año. Personalmente nunca pude evitar sentir cierta sensación de tristeza en esta estación.
Las fechas de este ambiente entristecido coinciden con la celebración de los días de los difuntos y de todos los santos, lo que conlleva a una afluencia masiva de personal a los cementerios, una celebración piadosa que suele emocionarnos a casi todos, aunque de forma diferente, ya que, a gran parte de jóvenes no les atrae mucho esto de visitar cementerios, salvo que su difunto sea muy reciente o muy cercano. Dichosos ellos, porque la juventud la inventaron para vivir, más que para llorar.
Otros se limitan a mantener las tumbas de sus difuntos debidamente aseadas, con lo que las visitas a estos santos lugares se reducen a lo estrictamente necesario, y también los hay para quienes estos espacios del eterno reposo forman parte integral de su vida, puesto que, a no ser por fuerza mayor, no pasa día sin ir a acompañar a su difunto o a la tumba de su difunto. Encuentran un consuelo a su dolor manteniendo impoluta su lápida, procurando que no le falten sus flores frescas, mimando, rezando o incluso hablando a su ser querido y vivo en su memoria. Un comportamiento este, que posiblemente muchos no acabemos de entender o quizá no lo veamos razonable, pero hay que tener muy en cuenta que no siempre la razón circula por los mismos senderos que los sentimientos, pues está holgadamente demostrado que la razón viene del cerebro y los sentimientos del corazón.
Y es al argumento al que se aferra un buen amigo mío, viudo que, tras varios años después de haber perdido a su esposa, no termina de superar el inmenso vacío en el que cayó su vida, vacío que solo logra llenar, en buena medida, ocupando parte de su tiempo en mantener el sepulcro de su nunca olvidada esposa como un pequeño altar. Altar que últimamente ha tenido que pasar por la amarga experiencia de encontrar desmantelado y sin las flores ni florero con que lo había dejado el día anterior.
“A ver a quién, o a quiénes he perjudicado u ofendido yo para que me roben o destruyan este humilde refugio. Último rincón en el que consolar mi pena”, se pregunta mi amigo con los ojos empañados por una mezcla de rabia e impotencia. Y yo me digo a mí mismo: quienes hayan perpetrado estas salvajadas, no han sido inspirados por la razón de la mente, ni por los sentimientos del corazón.