Por J. J. Fernández Cano, escritor
Ya pasa de año y medio el tiempo que llevamos ¿conviviendo? o más bien defendiéndonos del acoso implacable del maligno bichito de la pandemia. Tiempo -más que suficiente- para tomar plena consciencia de que el tenaz animalejo no desaprovecha ni el más pequeño resquicio para colársenos y sembrar su semilla de sufrimiento y muerte. Pruebas de lo dicho no nos faltan, bástenos señalar el aumento de contagios en zonas que últimamente han destacado por su gran afluencia de visitantes turísticos de otras regiones o países; el trasiego de personal parece ser el mejor o al menos uno de los vehículos preferentes utilizados por el virus para propagar su tétrica labor.
De un tiempo a esta parte, se nos viene informando con moderado tono optimista, que el temible azote de la pandemia se mantiene en unas cifras de contagios que se aproximan a las expectativas previstas gracias, en gran medida, al freno impuesto por el elevado número de personas vacunadas. Un atisbo de esperanza que nos ha dado pie para hacernos la ilusión de que la tan ansiada normalidad está al volver la esquina, una ilusión excesivamente triunfalista, si se tiene en cuenta el todavía alto nivel de riesgo por el que estamos atravesando.
Otro de los factores que han contribuido, y mucho, a hacernos creer que la batalla contra nuestro enemigo está ganada, o en vías de ganarse, es la libertad otorgada sobre no llevar la mascarilla puesta en exteriores, siempre que se guarde la distancia reglamentaria con otras personas. Una acertada medida si se cumpliera, ya que proporcionaría un considerable alivio en nuestra libertad de movimientos, pero no se cumple por parte de mucha gente. Lo vemos a diario, solo con salir a la calle ya nos topamos con el más absoluto desmadre; el personal, o gran parte de él, se cruzan entre sí o se agrupan a darle gusto a la sinhueso, con la mascarilla puesta..., pero en el brazo, no cubriendo boca y nariz como corresponde.
Esta falta de rigor por parte de la ciudadanía en el cumplimiento de las normas establecidas viene dada como fruto del larguísimo y agotador periodo de restricciones sufrido por la sociedad en general y por nuestra sociedad en particular: un atentado contra las libertades básicas del ser humano, no cabe la menor duda, pero no queda más remedio que reconocer que, al margen de que nuestras autoridades civiles y sanitarias hayan actuado con mejor o peor acierto, según en qué ocasiones, justo es reconocerles que su valor y entrega durante este angustioso periplo ha sido y continua siendo digno de encomio. Continuemos respetándolos por nuestro propio bien.