Por José Luis Fernández Rodrigo, periodista
Cuando uno empieza a reivindicar tecnologías de sus tiempos mozos, malo. En la mayoría de ocasiones, la nostalgia nos ciega y no nos damos cuenta de que aquellos artilugios analógicos (los entrañables walkmans o los vídeos Betamax, pongamos por caso) parecen tan sofisticados solo porque nos transportan a cuando éramos jóvenes. Y eso vale para todas las generaciones, pasadas y futuras.
Está claro que ningún cincuentón (o cuarentón, incluso) se iba a imaginar cuando estábamos medio alucinados con los primeros video-clubs de los años 80 y aquella nueva era de poder ver películas cuando tú querías y las veces que te diera la gana, en tu casa, que algún día habría plataformas de contenidos como ahora Netflix, Amazon Prime Video, HBO… Con las que por una cuota módica (si comparamos con lo que valdría ahora alquilar todas esas “cintas”) tienes tarifa plana y series y largometrajes casi sin fin.
Los avances de la ciencia, en este caso de la electrónica, acaban por democratizar el acceso a la cultura. Un progreso innegable. Aunque también llevan aparejadas ciertas pérdidas, algunos daños “colaterales”, si se me permite el símil con el lenguaje bélico. Nunca podrá transmitir las mismas sensaciones una pantalla de televisión, aunque hoy las hay ya de 75 pulgadas y más (o proyectores), con lo que sigue ofreciendo una sala de cine, con sonido espacial y varios metros cuadrados de superficie de proyección. Es más, veo a mi alrededor a chavales que devoran cine ¡en el móvil! O sea, ¿cómo vamos a meter aquel Cinemascope que prometía una percepción de ensueño para las retinas, con sus colores vivos y su perspectiva de visor cinematográfico tan peculiar, en las seis pulgadas de un teléfono?
Aparte de dejarte la vista mirando fijamente una pantalla más pequeña que la de una tablet, un invento que me parece mucho más racional y que está en decadencia, todo el trabajo creativo de un cineasta y la expresividad de los actores… en definitiva, el cine con mayúsculas, no tiene un escenario adecuado en ese reducto limitado en el que comparte espacio con los whatsapp y los tuits.
Sin contar con el sonido mutilado de los formatos digitales, con menos frecuencias, sin graves profundos para los momentos musicales ni mucho menos efectos de sonido envolvente, a menos que utilices unos superauriculares. Melancolías aparte, en algunos aspectos, no progresamos. En fin, al menos en este caso, estamos a tiempo de dar marcha atrás. Vayamos al cine.