Por J. J. Fernández Cano, escritor
Siempre se dijo (y no sin cierta razón) que no hay medicina que no traiga una enfermedad en el bolsillo. Desde muchos años atrás, se viene abusando en el consumo de fármacos de todo tipo hasta el extremo de que, en gran cantidad de viviendas, el botiquín estaba tan bien surtido que no tenía mucho que envidiar a una farmacia. Se han consumido muchos medicamentos; ha habido quienes los han necesitado, y también quienes los han tomado a puñados como si fuesen caramelos; conozco varios casos, de conocidos o amigos, que al fin han caído en la cuenta de que tan malo es pasarse como quedarse cortos.
Puede que con la prudente intención de poner coto a estos excesos, las autoridades sanitarias decidieran acompañar cada producto de una amplísima hoja informativa que nos advierte con prodigalidad de los posibles trastornos que ciertos medicamentos pueden causar en nuestro organismo, como sueño y falta de reflejos, por lo que se nos recomienda que durante el tratamiento no manejemos vehículos u otro tipo de máquinas, así como intempestivas diarreas, entre otros trastornos, hasta el punto de que el asunto nos pone a cavilar entre la conveniencia de asumir los riesgos de tomar el tratamiento o quedarnos con nuestra enfermedad, si no se vislumbra un peligro inminente o nos lo está haciendo pasar muy mal. Yo solía decidirme por una solución intermedia: no leer los prospectos.
La situación que nos ha tocado vivir ahora obliga a valorar los medicamentos desde otra perspectiva, especialmente, si hablamos de las vacunas que ya se están aplicando contra la pandemia. El coronavirus y sus rebrotes y mutaciones caminan a una velocidad que no nos permite muchos titubeos. Las vacunas que se vienen inyectando han demostrado (o al menos así nos lo cuentan y no hay motivos para dudar de su veracidad) que están frenando un alto porcentaje de contagios y evitando importante cantidad de fallecimientos. O sea, que por más que la situación en la que todavía nos encontramos no dé para echar las campanas al vuelo, hay motivos para pensar que vamos por el buen camino. Es lamentable que se hayan dado algunos casos de fallecimientos causados por una de estas vacunas, pero también hay que tener en cuenta que deben ser muy escasas las medicinas que den el resultado apetecido en un cien por cien de pacientes a quienes se les apliquen, así como que su eficacia llegue a ese total que se pretende.
A mi juicio, las principales armas de que disponemos para combatir a este tenaz e implacable enemigo son: mascarillas, evitar aglomeraciones y la inyección de vacunas.