Por J. J. Fernández Cano, escritor
La criminal misión destructiva de la pandemia comenzó por los ancianos, como presas más vulnerables por las patologías propias de su edad y aprovechando la precariedad de gran parte de los centros en los que estaban confinados y la vergonzosa falta de prevención y asistencia sanitaria que ya venían padeciendo desde tiempo atrás; una injusticia que posiblemente quedará impune, sólo perdurará en la memoria de sus familias.
El ladino bicho, siempre al acecho de los sectores más vulnerables de la sociedad, ha ido acoplando su estrategia a través de mutaciones, segando cada vez más bajo en su implacable labor destructiva; de un tiempo a esta parte, fija su atención en la juventud, aprovechando cualquier resquicio para meter su venenoso hocico, y la verdad es que se lo hemos puesto a huevo al bajar la guardia suavizando las restricciones ante los buenos auspicios que se vislumbraban a principios del verano, confiados en la línea descendente en contagios y hospitalizaciones.
La cruda realidad nos pone ante los ojos que pecamos de optimistas al pensar que estábamos al fin en vías, sino de erradicar el mal, sí al menos de sofocarlo, hacerlo más llevadero. Lo cierto es que no nos han salido las cuentas, nuestro entusiasmo nos ha llevado a ponernos la piel antes de cazar al oso; lo que nos ha arrastrado a una nueva fase en la que son ahora nuestros jóvenes y adolescentes quienes están sufriendo en todo su rigor el azote despiadado del virus maldito, que actúa de forma más sutil, que no se limita solo a propagar contagios, saturar hospitales y llenar tumbas, sino también a quebrantar voluntades, los daños psicológicos aumentan de forma galopante, en la juventud está causando auténticos estragos, resulta escalofriante constatar que la cifra de suicidios al año en España se ha multiplicado por tres y gran parte son jóvenes, muchos de ellos adolescentes.
Se afirma, y no sin razón, que las causas de esta trágica calamidad se debe al aislamiento social al que se ven obligados, pero el remedio a esta falta de libertad plantea una seria disyuntiva, puesto que ampliar esa libertad en la ya de por sí grave situación en la que estamos inmersos, nos llevaría a aumentar los índices de contagios con todo lo que ello conlleva. Lo aconsejable, a mi juicio, sería que a estos jóvenes no les faltara la asistencia de psicólogos que les ayudaran a recuperar la ilusión por vivir, no prometiéndoles u ofreciéndoles ampliar la libertad que tan legítimamente merecen, ya que esto es imposible en la actual coyuntura, pero sí mentalizándolos de que estamos defendiéndonos de un enemigo y nuestras únicas armas consisten en cumplir las medidas y restricciones que non imponen las autoridades sanitarias y gubernamentales. Aunque no nos gusten.