España tiene, entre sus peculiaridades más destacables, la de ser un país tranquilo, sosegado, no proclive a movimientos ciudadanos multitudinarios ni excesivamente violentos. Claro, siempre dejando aparte a aquellos colectivos que llevan sus reivindicaciones más allá de lo legal, ya sean independentistas exaltados o hinchas por educar. Será por nuestro ADN, memoria histórica o simplemente porque en este país se vive relativamente bien como para ir montando jaleo, lo cierto es que con la que está cayendo, no se comprende la pasividad de movimientos sociales más allá de los logros futboleros de cada cual. Lejos queda aquella exaltación ciudadana pacífica del 15M que removió conciencias para pedir una sociedad más igualitaria ante los privilegios de los de siempre. Los sindicatos siguen en sus trincheras, sin mover un dedo, tocando las narices a los empresarios de vez en cuando y esperando que escampe más pronto que tarde, no vaya a ser que alguien les diga que son ellos los que deberían sacudir la apatía general en la que se ha instalado la sociedad española.
Con una inflación galopante, las petroleras duplicando beneficios con respecto al 2021, el cachondeo con el precio de la luz y la prepotencia de los que dirigen estas macroempresas eléctricas, es difícil entender la pasividad del pobre contribuyente que, día tras día, contempla atónito los pequeños, pero continuos ascensos de los combustibles en las gasolineras. Quizá la coyuntura internacional se haya convertido el argumento perfecto para acomodar esta extraña sensación conformista en la psique de todos.
La mayoría de los mortales siguen sin entender los galimatías que nuestros representantes públicos intentan colar a sus administrados con promesas cortoplacistas que desembocan en la nada, o en la casi nada. Es lo que hay. Un rey emérito inimputable, unas élites intocables, unos políticos mediocres en una sociedad acomodada que ha pasado sin inmutarse de la resiliencia provocada por la pandemia a una resignación consolidada y sin fecha de caducidad.