Por José Luis Fernández Rodrigo, periodista
Cuando en filosofía o antropología se trata el curioso concepto de qué es el ser humano, la definición no parece cosa tan sencilla. Recuerdo que algunas teorías apuntaban a que el hombre es el único “animal cultural” o el “animal religioso”, porque ninguna otra especie de la Naturaleza le da por el arte o los dioses. Molan las dos. Descarto por razones obvias la de “animal inteligente” a la vista de cómo tratamos a nuestro planeta, sin ir más lejos, o al prójimo: eso nunca lo haría ni la más cruel de la alimañas, que solo mata para alimentarse.
Me permito la inmodestia de añadir otro rasgo que nos define a la mayoría con contadas excepciones: somos el “animal nacionalista”. Sé que más de uno va a negar con la cabeza y autoexcluirse de la lista. Seguramente tiene razón, pero analicemos un poco esta condición que yo creo inherente a la raza humana por nuestro comportamiento en situaciones cotidianas diversas.
Esta semana mostraron por enésima vez a los lugareños de Tordesillas a cuenta de su Toro de la Vega y se vio en pantalla a parejas jóvenes, orgullosos de su tradición de matar al astado lanceándolo en la calle entre todos. Estoy convencido de que esa buena gente -este año tranquilos y contentos porque los animalistas no se acercaron a joder la marrana con sus protestas- solo encuentra sentido a este festejo porque han nacido allí. Si el feliz alumbramiento se hubiera producido a unos kilómetros de distancia, les resbalaría mantener ese ritual o incluso les repugnaría... Aunque en tal caso muy probablemente les parecería lo más de lo más llevar a hombros la estatua de una Virgen en Procesión durante la Semana Santa, pongamos por caso. Igualmente, esa liturgia sería para ellos un sagrado acontecimiento sin parangón con ninguna otra festividad. Y así sucesivamente, se podría aplicar con los Moros y Cristianos, las Fallas, las Hogueras, el queso de Cabrales, el turrón de Jijona, la pólvora de las mascletás, el Misteri d'Elx, el Camino de Santiago...
Llevemos los ejemplos de la “grandeza” de mi pueblo -el que sea- a escala internacional. Más de lo mismo: un francés dirá que España no es un país serio porque no se come a las 12 en punto del mediodía, mientras que un español dirá que como aquí no se come en ningún lugar del mundo y que qué se puede esperar de Francia si en cualquier bar de la esquina no hay bocadillos de calamares o platos combinados. Para un británico no existe comparación con su Reina y un alemán siente la superioridad de su economía desde tiempo inmemorial y está harto de mantener a gandules de los países del Sur, etcétera.
Ese sentimiento innato de que mi pueblo es el mejor parece impreso en el ADN de todos y a algunos no se les borra ni viajando, sana costumbre que suele imprimir un carácter más cosmopolita al individuo. Miren, si no, a los impresentables manipuladores del nacionalismo independentista catalán. Nunca me cansaré de repetirlo: ¿referéndum? Claro que sí, para eso y para muchas otras cosas trascendentes, yo haría casi uno al mes. Pero si la motivación es porque “España nos roba”, eso solo se merece un boicot de los consumidores del resto de la Península Ibérica, para que aprendan dónde tienen su clientela y en qué sustentan su riqueza.