Imagínense la situación: son las dos y media de la mañana y un matrimonio de jubilados duerme plácidamente en su lecho, el mismo que ambos comparten desde hace casi cincuenta años. Viven en una casa de campo a las afueras de la ciudad, junto al negocio que lleva décadas dándoles de comer, tanto a ellos como a miles de personas, gracias a la receta típica de estas tierras que ofrecen cada día con el mismo esmero e ilusión que la primera vez.
De repente, se oyen pasos apresurados en el piso de abajo, donde se encuentra el restaurante. Alguien ha entrado por la puerta trasera y se dirige rápidamente a la vivienda, sin tocar nada del bar, porque su objetivo es otro y está en la planta superior. El anciano matrimonio se despierta sobresaltado, temiéndose algo malo, pero no tanto como lo que se les viene encima.
Para empezar, no es una persona sino tres, y encapuchadas, las que ya están en la casa, frente a ellos. Hablan con posible acento del Este, aunque para ser un desgraciado sin escrúpulos no hay requisitos de raza u origen: se es y punto.
El miedo atenaza a los, hasta aquel momento, tranquilos moradores de una casa y una vida que les ha costado años conseguir, disfrutar y mantener. Y, en un minuto de infortunio, esa vida está a punto de cambiar de una forma radical, por capricho de tres desalmados que posiblemente llevaban tiempo vigilando el lugar, observando minuciosamente y esperando el momento de atacar, como buitres que aprovechan el esfuerzo ajeno para beneficio propio.
Los encapuchados van armados y sus bruscos modales no hacen esperar nada bueno. Tras poner la casa patas arriba, los tres asaltantes recurren a la coacción y a la amenaza para conseguir lo que buscan: dinero y joyas. El nerviosismo va en aumento y el aire se hace irrespirable. La situación ha cambiado tanto en tan poco tiempo que el matrimonio sigue en estado de shock varios días después del suceso.
“Si no nos decís dónde está el dinero os quemamos con la plancha u os cortamos los dedos de la mano”, amenazan, llegando incluso a dar un culatazo al hombre. Temiendo por su vida, y sólo deseando que aquella pesadilla acabara, los dos jubilados les dan lo que querían y los ladrones se van por donde habían venido.
Este relato con final agridulce podría ser ficticio, pero no lo es. Lo narrado ocurrió en Semana Santa en Castalla, y no es la primera vez que algo así sucede en nuestra comarca. A pesar del esfuerzo policial, las zonas rurales siguen demasiado desprotegidas. No hay derecho a este desamparo por parte de las personas de bien mientras los malvados salen airosos. De momento...