Por J. J. Fernández Cano
¿Tertulia, encuentro? Llámese como se quiera; lo cierto es que el acto que se celebró el 28 de noviembre con el fin de iniciar una serie de charlas participativas en las que tratar temas de la índole que previamente se elija, fue, a mi juicio, un acierto pleno.
Felicito a quienes propiciaron dicho acto: Rafa Garrido, técnico de juventud del Ayuntamiento de Ibi, Pilar Avilés, directora del Museo del Juguete, y, cómo no, a Carmen Reche, autora del libro titulado “Aquellos Tiempos”, cuya línea argumental sirvió como base inaugural al proyecto que acaba de nacer, ya que el tema a tratar versaba sobre el periodo de emigración masiva que tuvo lugar en las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado, especialmente, de otras regiones españolas a nuestra villa, Ibi.
El marco en el que han sido ubicados estos coloquios no podría haber sido mejor ideado: el Museo del Juguete en la antigua fábrica Payá Hermanos; símbolo o icono que mejor representa la gran transformación del pasado siglo en nuestra localidad con la evolución y desarrollo de la industria juguetera, pues no cabe duda, que esta empresa y quienes la fundaron fueron la raíz o cepa madre que daría como fruto la creación de muchos puestos de trabajo, que dieron vida a autóctonos y cobijo a cientos de familias venidas de otras tierras (entre las que yo me cuento) en busca de mejor situación económica.
Para quienes nos preocupamos de cómo funciona el mundo en su conjunto y cómo se desenvuelve el que nos coge más a mano, o sea, el entorno en el que transcurre nuestro día a día, supone un desahogo saludable y una rica fuente de información contar con un lugar en el que expresar nuestras ideas y escuchar las de los demás, esto siempre resulta enriquecedor. Un buen amigo mío, con ciertos ribetes de filósofo, asegura que entre todos lo sabemos todo, ya que lo que no sabe uno lo sabe el otro y nos lo contamos entre nosotros.
Hablar y escuchar, puede que sea una de las facultades más valiosas que posee el ser humano para comunicarse, siempre que se haga con respeto. La cara oscura de esta facultad que los humanos utilizamos (o deberíamos utilizar como herramienta para entendernos) es cuando las palabras se emplean con la intención de causar daño. A las terribles muestras de odio ¡que cada vez con más prodigalidad! se vierten sobre personajes políticos, o no políticos, así como a acciones mezquinas como colgar de los pies monigotes en los puentes, no se las puede llamar hablar, sino rugir, ladrar o rebuznar; esta actitud cerril sobrepasa con mucho los límites de cualquier ideología política y vulnera los principios más básicos de educación y respeto. Uno se pregunta hasta dónde puede llegar el odio cuando envenena las entrañas del ser humano. Si algún consuelo queda ante estos deleznables comportamientos, es que quienes así se expresan lo único que logran es poner de manifiesto su baja catadura moral, a la vez que deja muy atrás su propia estima como seres humanos.