Elena Verdú, autora ibense del libro ‘Un beso, papá’
¿Qué es lo que la ha llevado a escribir este libro después de casi 50 años de la pérdida de su padre?
Llevo toda la vida queriendo hacer este libro como un homenaje a mi padre. He arrancado varias veces, he escrito algunos apuntes, pero nunca me lo he tomado en serio hasta ahora. Mi hija Penélope me impulsó a hacerlo, ella me ha ayudado mucho a dar el paso.
Empecé con algunos apuntes sueltos, cada vez que me acordaba de algo, iba escribiendo, aunque sin continuidad. Fue mi hija la que, con todo el material que yo ya había plasmado en el papel, empezó a organizarlo. En ese momento me di cuenta de que hacíamos un buen equipo para llevar a cabo este libro. Hasta hacíamos escritos para el periódico Escaparate, y amigas mías me animaban.
¿En qué momento dio el paso para escribir Un beso, papá?
Desde hace quice años hasta hoy. Pero ha habido muchos momentos en los que me enfriaba, me desanimaba y lo dejaba.
¿Cuál es el recuerdo más entrañable que tiene de aquellos años?
Yo nací en Les Costeretes y de ahí me fui a vivir a la calle Berlandí, junto al actual Archivo Municipal. Aquella plaza era el centro neurálgico de Ibi, allí estaba yo jugando como una loca. Me gustaba mucho el ambiente que había y lo que hemos vivido toda mi generación. Aquel lugar me trae recuerdos de los mejores años de mi infancia. Mi padre era como el flautista de Hamelín, el olor que salía de la máquina de hacer barquillos atraía a muchos niños que hacían cola para pedir los que salían mal moldeados. Para padre David los niños y los mayores, eran los más protegidos para él..
En aquellas calles estaba Casa Blasco, el bar La Viña, el Ayuntamiento, la pescadería, dos o tres barberos, el mercadillo... Para mí el lugar más chulo de Ibi es ese, y me da mucha pena verlo tan abandonado...
¿Cómo se vivía en aquellos años, qué relación había con el trabajo y la vida social?
Se vivía muy pobre, en Ibi éramos muy pocos, aunque ya empezaba a verse gente que venía de otros lugares de España, como Cúllar. Tenía vecinos al lado de mi casa de esos lugares, pero convivíamos todos como una familia.
Aunque éramos muy pobres, gracias a mi padre, que era tan comerciante, a mis hermanos y a mí no nos faltaban chucherías y algunos pequeños caprichos. Al fallecer mi padre, nos dimos cuenta lo mal que nos quedamos.
¿Qué pasó en su familia tras el trágico fallecimiento de su padre?
Queríamos irnos de la casa que teníamos en alquiler, estaba muy estropeada. Estuvimos esperando la indemnización y mi madre decía que a ver si nos daban un poco de dinero para dar una entrada en una casa. Pero la indemnización nunca llegó... Sólo nos llegó la paga de viuda de mi madre, un año después, que la cobró de una sola vez, lo que nos ayudó a dar una primera entrada para comprar una casa. Ese año, mis hermanos y yo nos pasábamos muchas horas trabajando en casa para poder sobrevivir, como en muchos hogares de Ibi.
Desde la fábrica nos prometieron que no nos faltaría trabajo y nos llevaban unas piezas que eran de plástico mojado, lo que se llama los ‘bebederos’, y nos pasábamos hasta las 11 o 12 de la noche trabajando, cuando nos íbamos a dormir teníamos los deditos arrugados de tanto tocar el agua.
¿Qué supone para usted finalmente haber podido hacer realidad este libro?
Para mí ha sido como una liberación. Yo tenía ganas de contar todo esto. En todos los pueblecitos pequeños la gente era muy cruel. Algunos estaban cebados con nosotros porque pensaban que estábamos enriqueciéndonos, pero no. Mi tía nos ayudaba, nos traía productos de su campo, del trabajito en casa que hacíamos, mi hermano Antonio cobraba 300 pesetas y yo 200, y vivíamos de eso. Yo estaba enfadada con alguna gente por cómo nos trataba tras la muerte de mi padre, pero, después de cincuenta años, no guardo ningún rencor.